«Detrás del muro», una mediación de las emociones en el espacio público.

Cada Lunes una llave

La mediación en el museo es, ante todo, una invitación a detenerse, es un espacio que abre la posibilidad de sentir antes que entender, de percibir antes que interpretar. Frente a una obra de arte, las emociones aparecen incluso antes de que podamos nombrarlas: un gesto nos conmueve, una escala nos abruma, un silencio nos envuelve. La mediación reconoce ese instante primario (esa chispa inadvertida) y la convierte en punto de partida para una experiencia más profunda y consciente.

La mediación actúa entonces como un detonador: toma esa impresión inicial (esa sensación suave o intensa) y la conduce hacia una exploración más amplia. No se limita a explicar, sino que acompaña la emoción, la amplifica, la orienta y la convierte en pregunta. Facilita el tránsito entre lo que la obra despierta y lo que el visitante descubre en sí mismo. No es un puente para llegar al “significado correcto”, sino una estructura flexible que permite que cada persona construya sentido desde su propia biografía, su memoria y su experiencia del mundo.

En una obra de arte la mediación ofrece la posibilidad de entrar en contacto con dimensiones más sutiles: la vulnerabilidad, la protección, el miedo, la ternura, el cansancio emocional o el deseo. De pronto, la obra deja de ser un objeto y se convierte en un espejo. Ese proceso, la transformación del objeto en experiencia, ocurre porque alguien, un mediador, sostiene la escena, abre preguntas, reconoce emociones y legitima la subjetividad del visitante.

Así, la mediación no solo acerca al arte: cuida. Sostiene la emoción, transforma la mirada y permite que, detrás del muro de la obra, aparezcan también los muros que cada visitante ha levantado en su propia vida. En ese gesto de acompañamiento, la mediación convierte la contemplación en un acto de bienestar, de expansión y de conciencia. Es ahí donde la experiencia estética se vuelve experiencia humana.

Iniciemos este proceso y experimentemos cada momento de una manera plena:

1.Primera mirada. Nos acercamos y lo primero que impresiona es la escala: una cabeza blanca, alargada, tan estilizada que parece irreal, con las manos de una persona (mujer joven o niña) cubriéndose los ojos. No vemos la mirada, pero sentimos que está ahí, retenida. El material claro y la luz que la baña hacen que parezca surgir desde adentro, como si fuera un recuerdo o un pensamiento que se materializa en el espacio del museo. Desde este primer contacto, la obra nos obliga a preguntarnos: ¿qué no quiere ver?, ¿qué no queremos mirar nosotros?

Nos propone detenernos unos segundos frente a la pieza y registrar nuestras sensaciones: ¿te inquieta, te calma, te da ternura, te da distancia? Ese registro emocional es la primera llave que abre el diálogo con la obra.

Detrás del muro nos invita a experimentar una presencia que transforma el espacio donde se instala, aunque la obra parece suspendida entre el sueño, la pieza tiene una historia itinerancia (recorrido, ruta) por diferentes ciudades y museos que la han convertido en una imagen global sobre la vulnerabilidad humana. Originalmente concebida para dialogar con espacios públicos de gran escala, la escultura de Jaume Plensa ha sido instalada en plazas, jardines y patios arquitectónicos donde su monumentalidad adquiere nuevos sentidos: en cada sitio, la niña que se cubre los ojos parece reaccionar de forma distinta al entorno que la rodea.

Uno de los momentos significativos de ese recorrido ocurrió en 2020, cuando la pieza estuvo en el Patio de los Leones en el Museo Nacional de Arte (MUNAL) en la Ciudad de México. Allí, donde por primera vez se encontraba en un espacio publico pero cerrado, rodeada por la arquitectura porfiriana del antiguo Palacio de Comunicaciones, cohabitando con las esculturas de los leones que custodian el espacio, las columnas, balcones, mármoles y un cielo que se cuela como una cúpula invisible que potenció la experiencia estética y sensible y creó un contraste poético entre lo clásico y lo contemporáneo.

En ese lugar, la figura blanca parecía flotar como un susurro en medio del silencio de piedra, y el gesto de cubrirse los ojos adquirió un matiz especialmente emotivo en el inicio de un año marcado por incertidumbres globales y la necesidad de replegarse hacia la interioridad.

Quien entraba al patio o caminaba por los pasillos del primero o segundo piso, se encontraba con una «visión» que exigía detenerse: la cabeza alargada, los ojos ocultos, la luz suave que emergía desde su superficie, y esa postura que se presiente no es de juego sino de introspección profunda. El visitante no solo observaba la pieza; era observado por ella a través de una mirada que se esconde. Plensa logra así un efecto magnético: incluso sin ojos visibles, la escultura establece un vínculo directo con quien se aproxima. Parece decirnos: mientras yo no veo, tú mírame; mientras yo me cubro, tú descúbreme.

Cada sede en la que ha estado —plazas europeas, espacios culturales abiertos y museos— ha reactivado esta obra de maneras distintas. En una plaza pública, la escultura dialoga con el tránsito de la vida cotidiana; en un jardín, parece un espíritu que emerge de la tierra; en el MUNAL, se convirtió en un nodo sensible entre historia y contemporaneidad. Su presencia generó un clima de recogimiento y pausa, invitando a mirar lo que normalmente evitamos: el silencio, la vulnerabilidad, la ceguera elegida, la fragilidad que todos compartimos.

2. Llave personal. La experiencia del primer encuentro, así, no es meramente visual, es espacial, emocional y contextual. Un primer ejercicio implicó:

  • Caminar en silencio por el patio, en una especie de meditación caminando (lento y pausado, siendo consciente de cada movimiento y de la observación de la obra desde diferentes ángulos.
  • Meditar también sobre que implica Ver Detrás del muro.
  • Conversar sobre la experiencia y aquellas reflexiónes personales y compartidas sobre lo que es reconocer la potencia del arte para acompañar momentos colectivos complejos, para abrir un respiro en medio del ruido y que mirar hacia dentro también es una forma de ver.

Ahora si la miramos nuevamente con atención, hay varios elementos que podemos percibir a mayor detalle y que construyen su lenguaje visual:

  • El rostro es sereno, la boca cerrada, los rasgos suavizados, casi sin detalle, como si fuera un sueño o una memoria borrosa.
  • Las manos se apoyan con firmeza sobre los ojos, no en gesto de juego, sino de bloqueo: los dedos largos, juntos, no dejan resquicios.
  • La superficie lisa y blanca elimina cualquier rasgo individual: podría ser cualquier niña, cualquier persona (y nosotros a la vez).
  • La verticalidad exagerada del rostro y la ausencia de cuerpo la convierten en una especie de columna humana, un tótem contemporáneo.

Aquí empezamos a leer la obra en un nivel más profundo: el cuerpo como arquitectura. Las manos son un muro que impide la visión; el rostro, una fachada. Plensa transforma la figura humana en una especie de edificio interior: no estamos frente a un retrato realista, sino frente a la metáfora de una experiencia: no ver, no mirar, no querer mirar.

2. Detalles de la obra. Al acercarnos a Detrás del muro, la obra empieza a revelarse no solo por lo que representa, sino por cómo está construida visualmente. Plensa crea la escultura a partir de una serie de líneas suaves y prolongadas, casi líquidas, que recorren el rostro desde la frente hasta el cuello. No hay líneas duras, nada abrupto; todo fluye como si la obra hubiera sido modelada por el viento. Esa suavidad genera un efecto de calma inicial que contrasta con la tensión simbólica de los ojos cubiertos. Ahora es momento de revisar a más detalle:

  • Las formas que definen la cabeza y las manos son altamente simplificadas. Plensa elimina detalles individuales para dejar solo lo esencial: la curva del párpado invisible, la silueta de los labios cerrados, la anatomía mínima de los dedos. Ese gesto de sintetizar la figura humana nos coloca en un territorio casi onírico. No es un retrato de una persona concreta, es una forma humana universalizada. En esta reducción deliberada, la obra abre un espacio para que cada visitante deposite ahí su propia historia o su propia emoción.
  • El volumen de la obra es uno de sus elementos más potentes. La cabeza se alarga de manera imposible, rompiendo las proporciones tradicionales. Esa verticalidad exagerada hace que la escultura parezca más un faro o un tótem que un cuerpo humano. No pesa: se eleva. Y esta elongación produce una paradoja visual: un volumen monumental con una presencia que se siente ligera, casi contemplativa. Al caminar a su alrededor, el visitante nota cómo el volumen se transforma según el ángulo; las manos parecen flotar sobre la superficie, el rostro se estira, se desvanece, reaparece. El volumen respira.
  • La textura, aunque a simple vista parece completamente lisa, tiene matices sutiles. La luz resbala sobre la superficie blanca revelando microcurvaturas que hacen vibrar el gesto. Esta ausencia de textura rugosa busca reforzar la idea de un cuerpo casi inmaterial, como si fuera una aparición más que una escultura. Plensa juega aquí con un delicado equilibrio: la pieza es sólida, pesa toneladas, pero se percibe etérea.
  • El espacio circundante es parte integral de la obra, así hace que la escultura dialogue con la arquitectura, el cielo y el movimiento de los visitantes. La obra se activa cuando el público camina, se detiene, la rodea o se planta frente a ella. En su estancia en el Patio Central del MUNAL, el espacio funcionó como una caja de resonancia: las arcadas y columnas creaban un marco solemne que amplificaba la sensación de silencio que emana de la figura. La obra se volvía centro, umbral y espejo a la vez.
  • La luz. En exteriores, la blancura captura la luz del día y la transforma en un brillo casi interno. En espacios más controlados, la iluminación dirigida hace que el rostro parezca emerger desde adentro. La luz no solo ilumina: modela. Refuerza la limpieza de las líneas, suaviza los contornos y dramatiza el gesto de las manos cubriendo los ojos.
  • Finalmente, la proporción, alterada de manera intencional, rompe la expectativa y genera una experiencia emocional: la cabeza está estirada, las manos son grandes, los rasgos sutiles. Esta desproporción produce extrañamiento, pero también una forma singular de intimidad: aunque la figura es enorme, su gesto es íntimo. Una niña monumental que se cubre los ojos nos obliga a detenernos porque su vulnerabilidad se amplifica a escala pública.

3. Secretos del cuadro. En este momento las preguntas que pueden surgir:

  • ¿Crees que taparse los ojos es un gesto de fragilidad, de protección o de resistencia?
  • ¿Qué tipo de “muros” levantamos cuando algo nos duele o nos incomoda?
  • ¿Hay temas de nuestra vida o de la sociedad que preferimos no mirar directamente?

Y podemos leer el “muro” en varios niveles:

  • Muro exterior: lo que el mundo nos lanza y a veces rechazamos ver: violencia, desigualdad, crisis, sufrimiento. El gesto de taparse los ojos como autodefensa ante un exceso de imágenes.
  • Muro interior: las barreras psicológicas que levantamos frente a nuestras propias emociones, miedos o culpas. Lo que escondemos incluso de nosotros mismos.
  • Muro social: las estructuras que impiden ver al otro: prejuicios, ideologías, desinformación, burbujas digitales. No es que no exista nada; es que hemos decidido no verlo.

El títuloDetrás del muro, no describe la acción ni la figura; propone una metáfora, es una invitación directa a preguntarnos qué realidad permanece oculta cuando alguien —o una sociedad entera— decide cubrirse los ojos. El título nos señala aquello que está “detrás”, no habla del gesto, sino del costo de ese gesto.

Ya a finales de la década de 2010, el mundo vivía un clima saturado de tensiones políticas, crisis migratorias, polarización social, discursos de odio amplificados por redes digitales y un aumento generalizado de imágenes violentas y noticias impactantes. La simultaneidad de información generaba una mezcla de hipervisibilidad y ceguera voluntaria: vemos demasiado y, por lo mismo, empezamos a no ver nada. El gesto de cubrirse los ojos sintetiza ese cansancio emocional generalizado.

El titulo nos plantea una pregunta ética y social: ¿Qué temas estamos dejando de mirar como colectivo? ¿A quién dejamos “detrás del muro”? ¿Qué injusticias pasan desapercibidas porque hemos aprendido a normalizarlas?

Jaume Plensa trabaja desde hace décadas con una pregunta central: ¿cómo traducir la interioridad humana en formas visibles? Su obra indaga en el silencio, la introspección, la fragilidad, la memoria, el lenguaje y el cuerpo como contenedor poético de emociones universales. No busca representar personas específicas, sino estados del alma. Por eso sus figuras suelen tener los ojos cerrados, los rostros alargados, las bocas silenciosas o los cuerpos suspendidos en quietud.

No presenta una figura que observa el mundo, sino una que parece protegerse de él. Una niña que no quiere —o no puede— mirar. Esta escultura pertenece a su serie de cabezas monumentales femeninas, inspiradas en rostros de niñas reales que el artista fotografía y digitaliza para luego transformar mediante un proceso de estiramiento vertical. Esta transformación no es estilización, sino un intento por capturar algo intangible: la manera en que la memoria y la emoción deforman la percepción.

Para el artista, la infancia es territorio simbólico, representa pureza, sensibilidad y vulnerabilidad, pero también esa parte de nosotros que permanece intacta y que siempre está expuesta al impacto del mundo. Al cubrirse los ojos, la niña revela un conflicto emocional que todos reconocemos. La interpretación simbólica. El gesto de las manos funciona en múltiples capas ¿Con cuál te identificas?:

  • Protección. Taparse los ojos es un mecanismo para evitar algo doloroso: una imagen, una emoción, un conflicto.
  • Negación. Implica no querer ver una verdad incómoda o una realidad que obliga a actuar.
  • Inocencia. El gesto infantil se convierte, en escala monumental, en un lamento social: todos estamos expuestos a un mundo que nos rebasa.
  • Fatiga visual y emocional. La obra aparece en una época saturada de imágenes. Cerrar los ojos es una forma de sobrevivir.
  • Desde estos significados, el título nos interpela directamente: ¿Qué hay detrás del muro que todos levantamos alguna vez? ¿Qué miedo, qué dolor, qué memoria, qué responsabilidad?
  • Plensa no responde, solo exagera el gesto para que el visitante se dé cuenta de que también forma parte de él.
  • La paradoja es evidente: la figura no mira, pero el espectador sí es mirado por ella, desde el silencio. En esa ausencia de mirada reside un poder poético: la obra no define, no sentencia, no afirma nada; coloca al visitante frente a una decisión personal y colectiva. Mirar o no mirar. Saber o no saber. Seguir adelante o detenerse. Detrás del muro es, en última instancia, una meditación sobre la responsabilidad de mirar el mundo sin filtros, sin evasiones, sin muros. Y también un recordatorio de que, a veces, cubrirse los ojos es la única forma de prepararse para abrirlos de nuevo.

Varios simbolismos y detalles se entrelazan en esta obra:

  • Las manos. Son al mismo tiempo instrumentos de contacto y de bloqueo. Con ellas tocamos el mundo, pero aquí las usamos para clausurar la mirada. Las manos hablan de responsabilidad: somos nosotros quienes decidimos ver o no ver.
  • Los ojos ausentes. El no ver no significa que no haya nada. La mirada está, solo que está suspendida. La ausencia física de los ojos visibles nos obliga a imaginarlos. De alguna forma, el espectador “completa” la parte oculta.
  • La blancura y la luz. El blanco puede asociarse a pureza, silencio, suspensión. No hay color que distraiga: todo se concentra en el gesto. La luz que sube desde la base crea un efecto casi espiritual, como si la figura fuera una aparición que viene desde adentro, de nuestro propio inconsciente.
  • La escala desmesurada. El tamaño monumental convierte un gesto íntimo (taparse los ojos) en un asunto público. Lo que hacemos en la intimidad de nuestra mente se vuelve pregunta colectiva: ¿qué está ocultando una sociedad entera cuando decide no mirar?

4. Resonancia personal. ¿qué no quiero ver de mi? Esta obra nos invita a un ejercicio incómodo: en lugar de quedarnos en la curiosidad por la pieza, nos devuelve a nosotros mismos. Algunas pistas para una llave personal:

  • Piensa en un tema de tu vida que hayas evitado mirar: una decisión, un duelo, un conflicto.
  • Pregúntate: si este muro cayera, ¿qué aparecería?, ¿qué emociones, qué verdades, qué posibilidades nuevas?
  • Considera que, a veces, taparse los ojos también es una pausa necesaria para procesar y no colapsar. No se trata de culpabilizar el gesto, sino de entender cuándo protege y cuándo limita.
  • La obra, así, se convierte en espejo: no es solo una niña anónima, somos nosotros en ese momento donde preferimos no ver para no sentir, o no ver para no actuar.

Resonancia colectiva. En un contexto de saturación de imágenes, noticias y pantallas, Detrás del muro puede leerse también como crítica a la “ceguera elegida”: desplazados, guerras, crisis climática, violencias cotidianas que vemos pasar en redes sociales y que, para sobrevivir, terminamos filtrando o ignorando.

La escultura detiene ese gesto y lo amplifica: lo que hacemos individualmente se vuelve comportamiento social. Aquí la obra funciona como advertencia suave pero contundente: si todos nos tapamos los ojos, ¿quién queda para mirar, nombrar, cuidar, transformar?

Preguntas para una reflexión colectiva: ¿Qué temas sentimos que la sociedad prefiere no mirar? ¿Qué pasaría si, como comunidad, “retiráramos las manos” y miráramos de frente esos problemas? ¿Qué papel pueden tener el arte y los museos en ayudarnos a ver lo que suele quedar “detrás del muro”?


La obra de Jaume Plensa nos plantea un gesto radical: cubrir los ojos para no ver. Precisamente aquí la mediación se vuelve indispensable. La experiencia estética no es automática; requiere un puente sensible, crítico y dialógico entre la obra y el visitante. La mediación ofrece ese puente, y lo hace desde un lugar que María Acaso define como un espacio de transformación más que de transmisión, donde el visitante deja de ser espectador pasivo y se convierte en explorador activo de sentido. En el libro Didáctica de las artes y la cultura visual, la autora insiste en que el aprendizaje artístico sucede cuando los sujetos “experimentan, interpretan, cuestionan y dialogan con las imágenes” y no cuando solo las observan desde la distancia de un discurso único o autoritario 

En el caso de Detrás del muro, la mediación permite desmontar esa barrera simbólica que la pieza encarna:

  • Un mediador no “explica” lo que el visitante debe ver, sino que acompaña el proceso para que cada persona descubra lo que está detrás de sus propios muros perceptivos y emocionales.
  • Esto implica activar preguntas, estimular la sensibilidad, abrir espacios de resonancia y poner en juego las experiencias previas de cada visitante.
  • La mediación, como plantean las pedagogías contemporáneas, es siempre una práctica relacional: ocurre entre cuerpos, miradas, historias y emociones, y no únicamente entre el discurso y el objeto artístico.
  • El rol del mediador aquí es clave: es quien facilita la transición entre la mirada bloqueada de la escultura y la apertura perceptiva del público.
  • Actúa como catalizador de sentidos, generando las condiciones para que el visitante se sienta seguro, acompañado y emocionalmente disponible para mirar más allá de la primera impresión.
  • Desde esa perspectiva, el mediador es un agente de cuidado cultural y emocional: sostiene la experiencia, promueve el diálogo y reconoce la pluralidad de interpretaciones.

La mediación también tiene un impacto directo en el bienestar del visitante:

  • Cuando una persona se siente invitada a participar activamente, a conectar con su propia historia, a expresar lo que siente y piensa sin juicio, la experiencia en el museo deja de ser un consumo cultural para convertirse en un proceso de bienestar subjetivo.
  • El arte, acompañado por una mediación respetuosa y estimulante, se transforma en un espacio de autorreconocimiento, calma, descubrimiento emocional y reflexión profunda.
  • La obra de Jaume Plensa, que nos invita a cuestionar lo que evitamos ver, puede convertirse en un detonador para conversaciones internas sobre vulnerabilidad, protección, límites y apertura.
  • Con el acompañamiento adecuado, esa introspección se convierte en una oportunidad valiosa para cultivar conciencia y salud emocional.

Finalmente, la practica de la mediación recuerda que mirar arte no es solo un ejercicio intelectual, sino también afectivo y social. Nos ayuda a ver lo que está “detrás del muro” no solo en la obra, sino en nosotros mismos y en la forma en que habitamos el mundo. En este sentido, la mediación no explica: posibilita. No dirige: invita. No impone: abre. Ese es su poder, y ahí reside su contribución esencial al bienestar y a la experiencia significativa en el museo.

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